Una imagen no dice más que mil palabras
Por: Isabella Velásquez, estudiante de ciencia política con opción en filosofía y economía, y miembro del equipo editorial The Lobby
Las imágenes de protesta y confrontación directa de la semana pasada son apenas el síntoma de un problema de fondo que aún no se toma en serio en el país. En la experiencia de la reunión pública el dolor por los asesinatos, las violaciones y el abuso de poder sistemático y endémico en la Policía, converge la celebración de la absoluta solidaridad de protestar que implica arriesgarlo todo cuando se comete una injusticia contra alguien que no conocemos, pero valoramos en calidad de igual a nosotros.
Esta escena, que parece relatar un delirio colectivo, puede mostrarse contradictoria y caótica para muchos. Las redes están a punto de estallar de opiniones sobre lo que sucede en las calles. Todos tienen algo que decir, que criticar, que analizar, que festejar. Y no son pocos los que lamentan y se oponen abiertamente a la apropiación de espacios públicos mediante la quema de CAIs, la confrontación directa con la policía, los grafitis y la marcha pública. Así, el foco de la discusión se ha puesto en el uso de la “violencia”, en las acciones defensivas y combativas de los manifestantes, y no en el gran “etcétera” que las acompaña y más importante aún, en aquello que las motiva.
Hoy me interesa abrir el panorama o, al menos, discutir más allá de estas estrategias que ofuscan la complejidad de estos procesos sociales. No porque considere que son ilegítimos o porque crea que haya mejores formas de movilizarse, sino porque aislar los eventos y pronunciarse desde fuera hace incompresible lo que sucede. De hecho, creo que es mucho más violento intentar censurar la rabia y exigir compostura ante eventos tan atroces como los que hemos presenciado, que prender en fuego paredes y romper ventanas. Pero esto es un punto de llegada, y no se arriba a él sin escuchar las voces de quienes se exponen en estos eventos que hacemos objeto de nuestra fascinación o nuestro desprecio de forma tan descarada. Una imagen no habla por sí misma, en realidad, a veces solo somos nosotros mismos reafirmándonos a través de ella. Salgámonos de ese guion. Por respeto hablemos de algo más que no sean objetos inertes y dejemos el duelo colectivo en términos de quienes lo enactúan, intentando siempre acompañarles de la mejor manera.
La protesta es por definición disruptiva y en este caso, me atrevo a sugerir que es un fin en sí misma. La decepción de todos los mecanismos democráticos convoca al más directo e intenso de todos: la movilización social por y para el pueblo. No tendría sentido publicar cuadros negros en Instagram o congregarse en un “protestódromo” si se trata de interpelar a los demás ante un asunto de interés nacional. Esto no sólo le importa a quienes están en las calles, al menos no debería. Hay suficiente documentación y evidencia de los abusos cometidos por la Policía. Hay suficiente impunidad y laxitud frente al asunto como para agotar recursos. No es una excusa para reventar espacios, sino una reacción desesperada y legitima por hallar cambios y sanar, al menos por expresarse. Las acciones hostiles son una parte importantísima de la protesta, pero no la agotan y tampoco son aleatorias. Salir a las calles implica la reunión colectiva de cuerpos que sólo pueden velar por sus necesidades juntos, incluyendo ahí mismo la expresión de los sentimientos compartidos, el dolor, la rabia o la desesperación que les congrega. Nada más político, que aquello que es personal, como diría Carol Hanisch. Pero las protestas son también espacios de cuidado mutuo, de horizontalidad entre sus participantes para alzar la voz al unísono y expresar posiciones políticas, a gritarlas para que se escuchen y persistir en el acto. Por supuesto, dentro de la competencia política y los cargos públicos un evento de tal relevancia puede seducir a los políticos intentar apropiarse de la movilización. Pero no olvidemos que precisamente el mérito de una protesta es al congregar orgánicamente sus miembros, más allá de la política tradicional y formal y sus intenciones.
Más aún, no todos los que simpatizan con la causa pueden salir a marchar directamente, por imposibilidad, por miedo o por dificultad, hay también otras formas de pronunciarse para exigir garantías y resultados que son complementarias y permiten articular la protesta. Hay redes de denuncia e información de los sucesos, recolección para el pago de asistencia sanitaria de quienes lo necesitan, discusión en las universidades, de donación para transformar espacios. La protesta solo puede ser gracias a estas iniciativas; cada quien desde sus posibilidades contribuye a lo que se gesta en las calles que, sin lugar a dudas, es lo más definitivo por ser el lugar de ensamblaje de todos estos esfuerzos.
Las manifestaciones de la semana se pronunciaron en contra del asesinato de Javier Ordoñez, de Julieth Ramírez, que son apenas dos de los muchísimos casos de represión y violencia policial que suceden y quedan impunes. Las acciones fueron dirigidas específicamente a espacios símbolicos llenos de crímenes que han visto los más altos atropellos a los derechos de los ciudadanos. Aquí el lugar de enunciación importa, porque difícilmente alguien habrá vivido la violencia, la precariedad o el dolor que llevan a romper cosas y a arriesgarse a ser asesinado o torturado por la Policía en estas condiciones. Juzgar en esos términos es extremadamente revictimizante y cómplice, y además, no tiene ningún sentido. Nadie le enseña a nadie como protestar, y en el afán por desconocer lo que motiva estas reacciones, solo se recrudecen los crímenes y aumentan las víctimas civiles.
El estado está para proteger y la protesta está para perturbar ¿Qué hacemos defendiendo una institución que maltrata y por qué le pedimos moderación a lo que debe incomodar?