Lo normal
Por: Esteban Cardona, estudiante de Ciencia Política y Derecho de la Universidad de Los Andes.
Sinceramente, tengo que decirles desde el inicio que no encuentro adjetivos suficientes en mi cabeza para llamar a lo que ocurre, simplemente el lenguaje se queda corto para describir el mundo en este momento. Acá no escribo con mucho sentido o cohesión, ni con ánimo académico o conciliador. Mi propósito no es elaborar un análisis, o explicar una situación compleja. Pretendo expresar sentimiento y opinión. Escribo enojado, indignado, furioso, iracundo, triste. Estoy acostumbrado a oír noticias de asesinatos. Lo normal (y hay que advertir lo problemático de ese término) es que sea alguien lejano o lejana a mí, no les conozco y no me causan un dolor más allá de lo que un completo desconocido puede lamentar. No creo ser el único acostumbrado a oír sobre asesinatos, pues está claro que eso es lo común (de nuevo, término peligroso) en nuestro país. Pero entonces estudio, leo, aprendo, reflexiono y cuestiono lo que me rodea, y me doy cuenta de lo aberrante y horroroso de la situación de este país, y, sobre todo, de la actual coyuntura. Duele, da rabia, impotencia, de todo lo que se le pueda asociar en esa línea de sentimientos.
En ese sentido, las más de 50 masacres ocurridas en lo que va de 2020 en todo el país y los 11 asesinatos de las últimas noches en Bogotá y Soacha son motivos de indignación, dolor, ira y tristeza por sí mismos, pero hay dos cosas que hacen a estos horrores algo incluso más doloroso. Primero, la indolencia causa más dolor, en específico, el hecho de no reconocer a estos sucesos por su nombre, MASACRES, y además de no tomar medidas efectivas y tempranas para castigarlas y prevenirlas por parte de las autoridades que DEBEN hacerlo. Literalmente, se nota que no les importa mayor cosa, solo pretenden dar una imagen falsa de interés que ni siquiera ellos alcanzan a sostener. De nuevo, el lenguaje cobra especial importancia acá, porque mediante él se ve y expresa al mundo, y lo que no se puede nombrar, no existe. Pretenden borrar, tachar, olvidar y sepultar el dolor, la barbarie, la inhumanidad misma. En segundo lugar, quienes deben proteger al pueblo, son quienes lo matan, a sangre fría y sin consideración alguna. Esto no es solo una contradicción, es el incumplimiento de los principios más sagrados de una democracia, el desprecio completo por el valor de la vida ajena. Es innegable que aquello a lo que pretendemos llamar Gobierno se ha convertido en un enorme aparato ineficaz y criminal.
Pandillas y escuadrones de machos envalentonados y sin control, matando y golpeando con sevicia y crueldad, eso es lo que son, nada más. Imagino que para este punto del texto varias personas habrán dicho en sus mentes que no todos los policías son malos, y están lo cierto, hay hombres y mujeres que luchan todos los días por mejorar este país, pero la Policía en sí misma sí es mala. Sin duda alguna es una institución corrupta, asesina, podrida desde su mismo centro y mando, decidida a incumplir e insultar su mandato constitucional de proteger el orden, la vida y el pueblo al que sirven. Cuando los cuerpos de seguridad del Estado se disponen a asesinar a la propia ciudadanía a la que le juran lealtad, pierden absolutamente toda legitimidad y respeto, convirtiéndose en tiranos y homicidas, no en servidores y protectores.
Pero todas las cosas horrendas que menciono parecen más lo normal que lo anormal en este país. Ante mi ira e indignación, comienzo a pensar en qué hacer, cómo aportar a frenar esto, pero me encuentro maniatado e impotente, encerrado en mi casa por un enemigo microscópico que en poco tiempo habrá matado a un millón de personas en todo el mundo, y no solo eso, por el miedo. No el mío, el de mi familia, quienes claramente me dijeron que jamás dejarán salir a su hijo a que sea asesinado por un policía. El miedo central ya no es la delincuencia o el virus, es el Estado asesino en sí mismo.
Desde mis limitadas opciones, pues quedan las palabras y los medios, la agencia que el mundo virtual me otorga en esta coyuntura. Acá no solo les invito, sino que les exijo que como ciudadanía expresen su indignación sobre los horrores que ocurren, desde la forma que les sea posible. Es indolencia e inhumanidad pura no hacerlo. A quienes salen, les mando todo el apoyo y toda la fuerza, pues el valor que tienen para enfrentarse a asesinos organizados y respaldados por un gobierno inútil es increíble. Antes era una de esas personas que argumentaban con seguridad que la protesta y la movilización ciudadana deben realizarse de manera absolutamente pacífica y sin abrazar banderas políticas, pero movilizarse y manifestarse son acciones inherentemente políticas, y ninguno de los derechos de los que hoy gozamos se consiguió lavando las paredes de las instituciones que alguna vez oprimieron y violentaron al pueblo. La violencia en sí misma fue lo que formó al Estado, transformándose y pasando a ser usada por los grupos que se impusieron a otros. Pretender silenciar la ira y rabia, emociones naturalmente humanas y necesarias, es incluso más violento e irrespetuoso, pero pretenden creer que ese silencio es lo normal. Los pueblos no se quedan quietos e inertes, la esencia misma de las sociedades humanas es la transformación y la lucha. Si se tienen que incendiar todos los CAI de este país para que el gobierno deje de asesinar colombianos y colombianas inocentes, que se quemen, y no por error. Esos edificios en donde se han cometido torturas, violaciones y asesinatos JAMÁS van a valer lo que valen las vidas humanas perdidas, y aunque se lamenten y revuelquen, NUNCA van a volver nuestros muertos y muertas.