La aridez y las flores: Una década de la primavera árabe

Revista The Lobby
4 min readNov 16, 2021

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Escrito por Isabella Velásquez, estudiante de Ciencia Política con Opción en Economía y Estudios sobre el Desarrollo de la Universidad de los Andes.

Aquellos días de frenesí árabe cumplen hoy su primera década en conmemoración de la muerte de Mohammed Bouazizi. No importa mucho si se trataba de un vendedor de frutas, de un desertor de la universidad o de un joven desempleado. Las protestas lo convirtieron en mito e hicieron de su historia –cualquiera de estas– la insignia de su revolución. El burdo retrato de su cuerpo en llamas fue suficiente para desatar conmoción por todo el Medio Oriente: Túnez, Libia, Egipto Yemen y Siria florecieron en movimientos sociales sin precedentes. Las protestas no sólo fueron excepcionales por las exuberantes cifras que hablaban de millones de personas en las calles, sino también por sus resultados inmediatos al derrocar a los dictadores de la región, uno tras otro. Y así, con la solemnidad y el afecto que acompaña estos eventos, decidieron llamar a su esperanza primavera árabe.

¿En qué momento proclamamos victoriosa a la revolución? ¿Una semana, un año, una década? Del anhelo que conmovió al mundo hoy queda muy poco, a los ciudadanos de estos países les queda muy poco. Diez años después Libia, Siria y Yemen se encuentran en guerras civiles; Egipto sufrió un golpe de Estado y se encuentra bajo un régimen autocrático. A pesar de que Túnez alcanzó más libertad de expresión y celebró elecciones, las cifras de desempleo han aumentado y persiste la desigualdad. ¿La revolución les habrá fallado? El recurso es atractivo, pero desacertado y mediocre para cualquier balance de la situación. Hay cosas que la revolución nunca planeó ser, hay eventos que la revolución nunca pudo haber controlado. Si el delirio colectivo cae sofocado no es por precepto sino por coacción. Con frecuencia, los resultados no están determinados por la voluntad de los actores involucrados, sino por la viabilidad que otorgan sus circunstancias.

Hoy muchos hablan de un invierno árabe o de ocaso en oriente. Como dijo Shakira “aquí todo está peor, pero al menos aún respiro”. Las economías de estos países están más deterioradas que en 2011, los liderazgos son pocos, y parece que la región arrastra inercias que dificultan la alternancia del poder. En las calles se habla con mayor libertad, pero no se vive dignamente. En Túnez los jóvenes conforman el 85% de los desempleados, y se denuncian altos niveles de corrupción en el gobierno. En Egipto la participación política aún permanece restringida y las limitaciones a la protesta han aumentado. ¿A quién se debe responsabilizar por este resultado?

La mejor forma de caracterizar las protestas en Egipto y Túnez es probablemente con el término “refolution” propuesto por Asef Bayat, que combina el carácter ambivalente de la Primavera Árabe entre revolucionarios y reformistas. Fueron “revolucionarios en términos de movilización de masas, pero reformistas en términos de estrategia y visión de cambio”. Así, el mayor logro de estos movimientos fue la organización en espacios públicos y la presión ejercida a los gobiernos para forzar su salida, que no es poco para los contextos de represión política de estos espacios. Sin embargo, el enfoque reformista sí pudo haber minado el potencial transformador del movimiento.

Ahora bien, si los activistas cumplieron su papel de reunir al público y convocar una conversación ¿dónde quedó la responsabilidad de los partidos políticos, las alianzas entre grupos y los diálogos establecidos con el gobierno? Optar por reformas parece ser más un síntoma de instituciones rígidas y cerradas, en lugar de una iniciativa en condiciones ideales. Cuando hablamos en el nombre de la revolución ¿sólo hablamos de quienes protestan o contamos a estos otros actores políticos? Ni hablar del caso de Siria o Libia, donde estos esfuerzos civiles chocaron directamente con grupos islamistas y complejizaron aún más sus conflictos. Para estos casos, el levantamiento popular elevó el nivel de confrontación ante actores mutuamente fortalecidos. En ambos casos quedan poblaciones masacradas y territorios desiertos, violentamente silenciosos.

De vez en cuando alivia pensar en que el balance de estos eventos no es absoluto. Que toda iniciativa es tejida en conjunto, que no está aislada y, por ende, los matices son especialmente valiosos. Por un lado, esta generación fue pionera en el uso de redes sociales como estrategia de acción colectiva, y también de la música como herramienta de presión política. Incluso, los países que no llegaron a tener cambios de gobierno se vieron forzados a realizar algún tipo de reformas o, a lo mínimo, debilitaron círculos cerrados de poder. Por otro lado, la revolución se condenó al cautivarse con sus frutos a corto plazo: el brillo de congregación pública sobreestimó el alcance de lo sucedido. Las iniciativas murieron asfixiadas por la presión política y la historia intentó repetirse. Si la contrarrevolución triunfó es motivo de otras reflexiones. Por ahora la precarización, la nostalgia y el abuso han recobrado fuerzas. Hace diez años la esperanza floreció en países que hoy no tienen nada, áridos en la ilusión de un nuevo futuro.

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